jueves, 30 de julio de 2015

Upsite down



La sala está en penumbra. Solo rompe el silencio el leve tic-tac de un reloj que descansa en uno de los estantes repletos de libros de medicina, la mayoría de psiquiatría, la especialidad de su propietario.

Tendido en el diván, el hombre va desgranando sus recuerdos de la infancia más dolorosos, esos que tanto le perturban y le impiden ser feliz. Por eso está ahí, poniéndose en manos de quien le ha prometido sanarle. Es su primera sesión y ha puesto en él toda su confianza. Le ha dicho que ha resuelto muchos casos como el suyo.

Escucha su voz melodiosa y se relaja. Va respondiendo a sus preguntas sin temor a ser juzgado, como si confesara sus pecados más vergonzosos a un confesor. En eso se basa la terapia, en vomitar lo inconfesable, en sacar a la luz los más terribles secretos. Cierra los ojos y se relaja.

-Dígame cuándo sintió por primera vez ganas de asesinar a su padre –oye que le pregunta con voz grave.
-Creo que fue cuando les sorprendí haciendo el amor- responde parpadeando ligeramente. Vuelve a cerrar los ojos.
-¿Cuántos años tenía usted entonces?
-Pues debería tener unos ocho años, más o menos.
-¿Y qué sintió exactamente?
-Asco y mucha rabia.
-¿Por qué? Descríbame cómo tuvieron lugar los hechos.
-Era verano, hacía mucho calor y yo no podía dormir. Habíamos ido a pasar un fin de semana a la casa del lago. Salí al jardín y me tendí sobre una hamaca que había bajo el porche donde mi padre solía dormir la siesta. Y entonces oí unos ruidos que no supe identificar. Me asusté un poco pues pensé que podría ser un animal que se había acercado a la casa en busca de alimento. Me levanté y andando de puntillas me dirigí hacia dónde parecía que procedía ese ruido. Cuando me planté frente a la ventana de la habitación de mis padres, en la parte trasera, me percaté que lo que oía eran más bien unos gemidos. Mi curiosidad sustituyó al miedo y me acerqué para oír mejor. Las contraventanas no estaban cerradas y una luz mortecina salía del dormitorio. Me asomé sigilosamente y entonces les vi. Al principio no atiné a comprender qué era lo que veían mis ojos, un amasijo de carne revuelta, no distinguía a los dueños de esos cuerpos sudorosos que se revolcaban frenéticamente sobre una cama que más bien parecía un campo de batalla. Me quedé paralizado y perplejo. Retrocedí unos centímetros y debí hacer ruido porque entonces se levantaron como si un resorte les hubiera empujado y vi cómo me miraban con una expresión de rabia por haberles sorprendido. Sentí asco. Quería desaparecer. Cómo podían estar haciendo aquellas porquerías. Eso fue lo que pensé. Y antes de que pudiera alejarme, mi padre, desnudo como iba, saltó por la ventana gritándome y zarandeándome. Mirón, que eres un mirón asqueroso, me gritaba. Pude zafarme de él y salí corriendo. Nadie vino en mi busca. Nadie me dio una explicación.

Llegado a este punto, el hombre, agitado y nervioso, detiene su relato. Abre los ojos y mira a su terapeuta dudando. Éste le anima a continuar.

-Cuando al cabo de un buen rato regresé, ya más relajado, llevaba en la mano un madero que había arrancado de la verja medio podrida que rodeaba la casa, que en ese momento estaba totalmente a oscuras. Entré sigilosamente. Golpeé con los nudillos la puerta del dormitorio de mis padres y esperé. Cuando asomó su enorme corpachón le propiné, con toda la fuerza de un niño furioso, tal golpe en la cara que se derrumbó sin sentido cual largo era.
-¿Fue por este motivo que le encerraron en un correccional?
-Efectivamente. Hasta que cumplí los dieciocho años. Así que estuve en aquella cárcel para niños y adolescentes unos diez años.
-¿Y fueron a visitarle sus padres?
-Mi padre jamás; mi madre alguna que otra vez. Y solo por Navidad me permitían pasar un día o dos con ellos. Por la noche, siempre cerraban la puerta de mi habitación con llave. Mi padre debía temer que le agrediera mientras dormía. Ganas no me faltaron.
-¿Y ahora cómo es la relación con sus padres?
-Fallecieron. Los dos. A la vez.
-¿A la vez? ¿Cómo es eso?
-Les maté.
-¿Cómo dice usted?
-Que les maté. Con meses de diferencia, claro, de lo contrario hubiera resultado muy extraño.
-¿Y aun así nadie sospechó nada?
-Hice que pareciera una muerte natural. Un médico como yo sabe cómo matar sin dejar huella. El cloruro potásico inyectado es infalible. La autopsia no reveló nada anómalo. Muerte por paro cardíaco fue el dictamen forense. Ya eran mayores.
-Vaya, doctor, no sé qué decir. Cuando me pidió que le psicoanalizara no pensé que tendría frente a mí a un asesino. Solo me comentó que odiaba a su padre. Pero esto…
-Pero, a ver, no me dijo usted que sabía más de psiquiatría que yo, ¿eh?
-Yo…
-¿No se iba pavoneando por ahí que su psiquiatra, es decir yo,  era un fraude, que no tenía ni idea de psicoanálisis? ¿No me retó, proponiéndome este cambio de papeles? Pues ya ve como no es tan fácil curar a la gente que está mal de la cabeza.
-No, desde luego, pero yo no contaba con que… Eh, doctor, ¿qué hace con esa jeringuilla? Oiga, le juro que no diré nada de lo suyo, soy una tumba.
-Mejor diga que es hombre muerto.
 
 

 

4 comentarios:

  1. Magnifico relato, por lo visto no se fiaba del secreto profesional. Bueno, el empleado es un método más seguro para que nadie hable.
    Por cierto, el shock de ver a tus padres desnudos, llevado al máximo.
    Un saludo

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    1. Como se habían intercambiado los papeles, cualquiera se fiaba del aprendiz de psiquiatra.
      Me alegro que te haya gustado y muchas gracias por leerme y dejar tu comentario.
      Un abrazo.

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  2. Muy bueno Josep, ese final inesperado. La verdad es que a pesar de todos los avances que se han hecho, la mente humana sigue siendo una gran desconocida, sobre todo en lo que respecta a la forma de afrontar una impresión.
    Un abrazo!!!!

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    1. La psiquiatría ha avanzado mucho desde los tiempos de Sigmund Freud pero todavía hay pozos oscuros y profundos a los que resulta muy difícil acceder y sacar a la luz lo que ellos encierran.
      En esta historia un paciente desdeña el papel de su terapeuta y le reta a ocupar su puesto creyendo estar mejor preparado que él para hacer frente a un problema que considera menor pero que luego resulta ser demasiado complejo como para hacerle frente.
      He intentado parodiar a esos que infravaloran a los que se supone que son los expertos en algo. Los que creen saber más que los médicos y refieren optar por la curandería, por ejemplo.
      Me alegra que te haya gustado y gracias por tus comentarios.
      Un abrazo.

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